Español. Handle with care. Frágil
En principio, el purismo podría entenderse como una versión extrema del normativismo. Desde el punto de vista individual, en muchos casos, es como una especie de reacción histérica provocada por la inseguridad lingüística. El purista vive sin vivir en sí, preocupado con la lengua, que ve como un objeto extremadamente frágil, que se puede romper en cualquier momento.
La lengua sería algo tan delicado que cualquiera, en cualquier instante, por descuido, la podría destruir. Un dequeísmo aquí, un extranjerismo allá, una conjugación fuera de la norma, una redundancia, y el idioma salta por los aires o se derrumba, como si le hubieran puesto una bomba en sus cimientos. O bien, cada desvío, cada incorrección, va corroyendo las paredes de la lengua, que se acabará desmoronando si no tomamos todos cuidado.
Cuando yo era niño tenía pesadillas recurrentes con el fin del mundo. Una de las causas de mi terror nocturno, tan común a esa edad, era que yo me sentía de alguna manera culpable por ese desastre, como si alguna acción mía hubiera desencadenado el Armagedón. Al crecer, uno va descubriendo que no es tan importante como pensaba: aunque cierre los ojos, el mundo sigue ahí, y el sol continuará saliendo todas las mañanas, exactamente igual, cuando uno ya no esté en él. Nuestras acciones no suelen interferir en el eterno baile de los cuerpos celestes. Como en la canción satírica de Javier Krahe, Eros y la civilización, en el que un encuentro con una antigua novia, casada con otro, acaba provocando el fin del mundo: “Deja esa mano quieta/chica sonriente/ no ves que está el planeta/ de ti pendiente”. En realidad, como bien sabía Krahe, a no ser que actúes como presidente de un país con la responsabilidad de gestionar un ecosistema fundamental para la vida en el mundo, nuestras pequeñas acciones inconsecuentes, o nuestras burradas, no suelen tener ningún efecto en la marcha del planeta Tierra…
El purismo clásico identificaba en algún momento de la historia un estado de perfección lingüística, en el que la lengua se manifestaba en todo su esplendor. Después todo fue ladera abajo, hasta llegar al siempre triste momento presente, en el que nos vemos rodeados por criminales dilapidadores de todo ese capital lingüístico, asesinos de la lengua, azotes de la gramática sin escrúpulos.
Reconozcamos, sin embargo, que ese purismo está totalmente demodé, si se me permite el extranjerismo (si hay un purista en la sala, no me lo permitirá). La principal obsesión del purista de hoy es la lucha constante contra las voces extranjeras que vienen a ocupar, sin papeles, sin permiso de las autoridades competentes, el espacio ya ocupado por una palabra castiza.
El purista moderno niega vehementemente estar defendiendo la pureza de la lengua. Porque sabe que todas las lenguas son realidades mestizas y dinámicas, van cambiando para adaptarse a nuevas realidades. Este es el argumento de Fernando Lázaro Carreter en un artículo de 1984, publicado en su sección periodística El dardo en la palabra, y después recogido en un libro con el mismo título. En esa columna, llamada precisamente “Purismo”, el académico de la lengua decía no escribir contra las impurezas del idioma, lo que sería un sinsentido, sino “contra el uso ignorante”, aquel que se sirve de extranjerismos “innecesarios” para sustituir palabras del castellano. Habría que ver, en primer lugar, qué noción de sinonimia usamos para decidir lo que es o no necesario, porque quizá, a pesar de lo que pensaba el antiguo director de la Real Academia Española (y de lo que sigue pensando la FUNDEU BBVA), la palabra sponsor no haya venido a ocupar exactamente el mismo lugar que ocupaba el término patrocinador. Pero el hecho es que en su discurso emerge ese miedo ancestral a la destrucción paulatina del idioma, por su mal uso:
Ni una palabra he escrito jamás contra los cientos de voces ajenas que nos llueven porque nuestra lengua no ha tapado antes esos agujeros y son necesarias. Palabras y giros que no desvirtúan el castellano, porque éste, en ese punto, nada tenía que desvirtuar: solo había vacío (1997: 186).
Me resulta muy curiosa esa imagen del castellano como un objeto que se va desvirtuando, perdiendo su virtud, su verdadera naturaleza, (¿hasta quedar irreconocible?) a cada uso “equivocado” de una palabra, a cada sentido “robado” de un término extranjero.
Pero lo más significativo es ese temor a la ruptura de su unidad esencial. Porque, como decía más adelante Lázaro Carreter en ese mismo artículo, “si se nos rompe, todos quedaremos rotos y sin la fuerza que algún día podemos tener juntos”. Desde ese punto de vista, el purismo que no se reconoce como tal (aunque llegue a identificar ciertos usos “equivocados” con meterse el dedo en la nariz), no sería tan diferente, ni una versión tan extrema, del simple normativismo. La ideología que acompaña la política de construcción y difusión de un modelo de lengua en el que el universo de hablantes se reconoce, asumiendo así su pertenencia a una misma comunidad. Lo bueno del purismo es que desnuda, pone totalmente al descubierto, las veladas intenciones de los hacedores de norma estándar. Frecuentemente, los agentes normativos esconden en su discurso su propia acción estandarizadora, que identifican con la simple constatación de las normas sociales de uso, aún cuando el espacio que pretenden regular no constituya, propiamente, una “comunidad de habla”, como vemos en este fragmento de El libro del español correcto, editado por el Instituto Cervantes:
Pero, al lado de las normas cultas regionales, válidas para todos los hablantes en los respectivos territorios, existe una norma culta supranacional, que se corresponde con el carácter internacional del español (2012: 145).
Lo que se teme, en realidad, no es la ruptura del idioma, sino de la conciencia de comunidad lingüística de los hablantes. Para eso, específicamente, para mantener viva esa conciencia en hablantes de varios países, es necesario apretar las riendas de lo correcto. Toda idea de comunidad lingüística es frágil. La ideología de la unidad lingüística también lo es. Y el estándar, con toda su fragilidad, es lo que permite percibir unificadamente esa lengua extensa, que llamamos español o castellano. Para que ustedes, que son unxs torpes, no rompan nada, las autoridades lingüísticas recomiendan que lo manejen con cuidado.