Mi cuaderno rojo de anillas
Hoy vengo a hablaros de Sheyla, de Memole, de Sara, de ti, de mí…; de pasiones desmedidas, de aficiones con origen incierto; de cosas, en definitiva, que nos mueven y nos insuflan vida sin saber muy bien ni desde cuándo ni por qué. Ahora bien, ¿qué más da, en cierto modo, cuándo nace una pasión? ¿Qué más da, por otro lado, por qué de repente algo te mueve? Si lo importante, a mi juicio, incluso lo considero una perogrullada, es que algo te mueva, que algo te promueva. Y llegados a ese punto, que se convierta en pasión o no, dependerá del nivel de vehemencia que cada uno le ponga al asunto; el mío, lo tengo claro.
En mi 5. º del ya extinto EGB, años ha de aquello, recuerdo con todo lujo de detalles un cuaderno rojo de anillas; ajado, desmembrado por sus extremos y con las esquinas de las primeras hojas libres ya del yugo sometido por aquellas anillas. Este cuaderno pasaba de mano en mano todos los lunes y los viernes de cada semana. En él, anotábamos las idas y venidas de los libros cuyas vidas nos ocupaban y preocupaban en nuestros momentos de asueto. Era, aquel cuaderno, el soporte en que registrábamos la suerte y los caminos que corrían los libros de una exigua biblioteca que adornaba el ala oeste de nuestra clase. De entre todos los detalles que recuerdo de aquel cuaderno, destaca uno que rememoro nítido como el Sol de mediodía; ¡¡54!! Esos fueron los libros que me leí durante ese curso.
La guerra de los botones, Manolito Gafotas, cualquiera de Los Cinco o de Barco de vapor, La llamada de lo salvaje…, no sé. San Manuel Bueno, mártir, Tuareg, Cienfuegos, El guardián entre el centeno, Lo azul, Se querían, La tía Tula, Maribel y la extraña familia, Niebla, Del sentimiento trágico de la vida, Seis personajes en busca de autor, Cometas en el cielo…, no sé.
Un libro; este, ese o aquel, qué más da. Fue en 5. º, o quizá fue antes o bien después, no sé. Pero sí sé, sin lugar a dudas, que gracias a aquellas primeras lecturas llegaron otras, y todas ellas fueron dando forma a una pasión que me mueve y, ¡palabra!, me conmueve. Primero fue leer, luego corregir y ahora escribir… Tanto monta, monta tanto, ¡qué más da, si de letras me rodeo y de letras hablo!
A Sheila le gusta escribir y no sabe por qué. Eso me dice ella. ¡Bendita ignorancia!, pienso yo, y le digo, si me permite el comentario, que mientras averigua por qué le gusta escribir, que escriba. Si le nace sentarse frente al ordenador y pulsar una tecla tras otra, que lo haga, que escriba y componga que, además, lo hace muy bien. Y aunque ella quizá lo ignora, dejándose llevar por esa pasión cuyo origen o motivo desconoce, alegra la vista a otras personas que leen lo que ella, feliz, inocente y humilde, escribe.
Sheila, Roberta, Sara, Ruth o Memole, que es capaz de bailar con las palabras y de puntillas, silente, como si nada, adosar unas letras que una tras otra se aproximan, te acarician, se adentran y cruzan la piel sin una sombra de herida. Así, solo me queda pediros un favor: dejad escrito lo que os nazca, haced de un conjunto de letras desordenadas noble literatura; que las letras gobiernen vuestra sensibilidad y pueblen el tiempo libre de quienes compartimos un sencillo y noble gusto por las letras.
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