Yo te lo digo para que lo sepas
Qué profesor no ha tenido que improvisar una clase un día u otro. Yo recuerdo uno especialmente. Quince minutos antes de entrar en el aula, buscando rápidamente algo de material que me sacase del paso, me agarré a una frase que me martilleaba la cabeza desde que la había escuchado por la mañana. Había recibido una llamada de una… amiga, digamos, cuyo fin era darme una mala noticia. Una noticia de esas que, en realidad, solo es noticia porque alguien (en este caso mi amiga) decide crear una situación de la nada, o de algo insignificante que se esfuma en pocos días si se deja pasar. Pero si se magnifica y se hace noticia acaba por, efectivamente, crear una situación. Tras la noticia-bomba, que por supuesto creó una situación-postbomba, vino la frase: “Yo te lo digo para que lo sepas”.
Es tremenda esta frase, si pensamos bien en ella. Y muy común, al menos en España. Es una especie de tautología o perogrullada, una redundancia aparentemente trivial que, sin embargo, está cargada de intención. Se usa cuando alguien quiere sorprender con una información negativa al interlocutor, pero como echándole en cara su ingenuidad por no saber algo que está delante de sus narices y debería saber, y que desde luego ese alguien sí sabe. Es decir, se da la noticia-bomba y, a continuación, tras un momento de intensidad dramática, y con gran carga de malicia, se deja caer la frasecita. Es una bonita manera de disfrutar, anticipando lo desagradable que al otro le va a resultar lo que le estamos desvelando. Y por eso al final se pone ese detallito, la última guinda de la tarta, la gota que colma el vaso, el final de la traca.
“Yo te lo digo para que lo sepas”. Esto es lo que me rondaba aquel día la cabeza y ocupaba casi todos mis pensamientos. Probablemente por ese motivo me encontré quince minutos antes de mi clase sin tener nada preparado para mis alumnos, aunque no pretendo ahora justificarme. Llevaba todo el día intentando sobreponerme cuando, en un momento, me doy cuenta de que era una bonita frase también para explicar el uso y colocación de los pronombres en español, así como el uso del subjuntivo, que suele complicar la vida de los angloparlantes y también a veces de los brasileños, cuyas lenguas prefieren el uso del infinitivo en esa construcción.
Tengo que reconocerlo: aquella clase fue terapéutica. Tras una hora y pico fuimos diseccionando la frasecita, recordando que en español se coloca primero el complemento indirecto y después el directo, y que van delante del verbo a no ser que se trate de infinitivo, gerundio o imperativo (casos en los que el pronombre adopta la posición enclítica), y que además se usan siempre (a veces incluso se abusa de ellos y se reduplica el indirecto); recordando también que en español se usa “para que” seguido de subjuntivo en oraciones de finalidad cuando hay dos sujetos, y no infinitivo. Al acabar la clase quedaba poco de la devastación en la que la situación-postbomba me había dejado por la mañana. Y la dichosa frase aún revoloteaba juguetona por mi cabeza, pero ya no me provocaba más que una leve sonrisa, como de situación superada.